“Hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor” (Is. IX,2). Después del tiempo de preparación, de conversión interior y vigilante espera del Adviento, viene el gran anuncio de que Dios está con nosotros, aquí en la tierra. Y viene para salvar a la humanidad entera, a todos sin excepción.
Escribe el Papa Francisco: “Jesús no se ha limitado a encarnarse o a dedicarnos un poco de tiempo, sino que ha venido para compartir nuestra vida, para acoger nuestros deseos. Porque ha querido, y sigue queriendo, vivir aquí, junto a nosotros y por nosotros” (18-XII-2015).
Es una realidad que llena de contento nuestras vidas. Pero Dios se muestra, en primer lugar, a los humildes de corazón. Cuenta el Evangelista San Lucas que cerca del lugar del establo donde se encontraba el pesebre en que nació el Niño Dios, acompañado de los cuidados y el cariño de Santa María y San José, había unos pastores que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. Se les apareció un ángel y les comunicó: “Vengo a anunciarles una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador…” (II, 8-11).
Siempre me ha llamado la atención, también, que cuando los Reyes Magos vieron la estrella en el sitio exacto donde encontraba recostado el Hijo de Dios Encarnado, “ellos se gozaron con una alegría muy grande” (Mt. II, 10). Me parece que esa admirable reiteración manifiesta los sentimientos de los primeros testigos del trascendental acontecimiento que cambió la historia de la humanidad.
¿Por qué esa alegría y ese gozo tan grandes? Porque antes de la venida del Señor y después del pecado original de Adán y Eva, durante ese largo período -por la magnitud de esa ofensa cometida- las puertas del Cielo se encontraban cerradas. Fue con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, quien de nuevo restableció el orden querido por Dios y, a partir de ese importante hecho, las personas pueden ir a gozar del Paraíso eternamente.
Celebramos, pues, no una fiesta que se reducen a un mero intercambio de regalos y buenos deseos de fraternidad y concordia, sino que se trata de una realidad profunda en que a partir de la Pascua de Resurrección las mujeres y los hombres de todos los tiempos hemos pasado a la condición de ser hijos de Dios. No siervos ni tampoco amigos, que ya sería mucho, sino ¡hijos de un Padre que nos ama con ternura e infinito amor!
Es aquí donde radica nuestra alegría profunda, el gozo y el buen humor, a pesar de las adversidades y contrariedades que en esta vida habitualmente se presentan. Y esa paz, esa caridad y esa esperanza la hemos de transmitir a quienes nos rodean y con quienes tratamos. Y, por consiguiente, anhelamos tomarnos más en serio la vida cristiana cuyo Modelo es Cristo, para que un día podamos escuchar, también, aquellas palabras: “Alégrate, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor” (Mt. XXV,23).
A todos los lectores y a sus familias les deseo una muy Feliz Navidad y un Año Nuevo lleno de logros y prosperidad.
¡Comparte este evento con tus amigos!