Con ocasión del próximo Día de las Madres, hace poco escuchaba una conversación entre dos jóvenes madres que comentaban la importancia de la generosidad para traer hijos al mundo y constituir una familia.
Pero otro aspecto que me llamó la atención fue que ambas coincidieron en la enorme diferencia que existe entre simplemente engendrar hijos y ocuparse de ellos “más o menos” frente a la trascendente tarea de avocarse de lleno en la formación de valores y virtudes, que sin duda, es una labor paciente, perseverante y a largo plazo.
Y es que ser padres, engloba muchas habilidades. Recuerdo que -con ocasión de que daba clases en una secundaria- una madre de familia numerosa me comentaba: “En realidad, además de las tareas propias del hogar, nosotras las madres debemos realizar muchas otras actividades profesionales, porque la tenemos que hacer de educadoras, psicólogas, maestras, formadoras, enfermeras, consejeras, orientadoras, nutriólogas…”.
Es verdad, cada vez es más frecuente en el entorno social que se tienda a mirar el papel de las madres en la familia en forma despectiva, como una especie de “sub-actividad” y no propiamente un quehacer profesional en toda forma. Algunas madres del colegio también me decían: “Si dices a tus amigas profesionistas que te dedicas a las tareas el hogar, de inmediato, te preguntan de manera inquisitiva y agresiva: ‘¿Y cuándo vas a ejercer tu carrera profesional?’, ‘¿Por qué no te pones a trabajar cuanto antes para que te desarrolles profesionalmente y te realices como mujer?”
Estoy convencido que no hay tarea o quehacer profesional más importante -que reditúe directamente en el bienestar de las familias y la entera sociedad- que la formación esmerada de futuras mujeres y hombres de bien para ayudarles a crecer en virtudes humanas y en los valores; que aprendan a luchar contra sus defectos, que por lo demás todos tenemos; educarlos con interés en la fe que se profesa; orientarles en sus estudios; en la selección de sus amistades; apoyarlos en sus pequeños éxitos o fracasos... En definitiva, darles atención individualizada en esa labor de acompañamiento para el desarrollo armónico de sus personalidades.
Otro tema importante, es que cada hijo debe ser formado de acuerdo a su temperamento y carácter y, por supuesto, según su edad. Por ejemplo, no se le puede tratar del mismo modo a una hija de 10 años, con sensibilidad artística y además susceptible, que a un joven de 18 años, rudo, un tanto brusco, pero noble de corazón; que le gustan los deportes extremos y el futbol y prefiere que los consejos se los digan abiertamente. Como suelen decir los jóvenes: “A mí me gustan que me digan todas las “netas” de frente”.
Por encima de la misma actividad profesional, se encuentra la obligación que tienen los progenitores de darles la oportuna formación a sus hijos. Se deben de percatar que en esta tarea absolutamente nadie los puede sustituir. Ni siquiera los profesores ni los preceptores o asesores académicos.
Pero se debe conciliar el cariño con la fortaleza en la formación de los hijos. Considero que hay dos defectos que se deben evitar: 1) “El autoritarismo”: imponer un mandato o indicación por la fuerza, inspirando miedo o temor a las represalias. Pase lo que pase, los padres deben procurar prioritariamente ser verdaderos amigos de sus hijos. Por ello, se recomienda corregir -si resulta necesario- de buen modo; con firmeza, pero dejando en claro el cariño, afecto y haciéndole ver al chico que esa sugerencia es por su propio bien con la finalidad de que se ilusione y se lo plantee en plan positivo como un reto o desafío a lograr.
2) Por otra parte, se encuentra el defecto contrario: “el permisivismo”, que sucede cuando los padres, llevados por un equivocado sentido del cariño, les van concediendo a los hijos todos los caprichos y cuanta cosa se les ocurre hacer o comprar. Habitualmente estas conductas conducen a la conformación de personalidades débiles de carácter, incapaces de cualquier sacrificio, o en conductas egocéntricas.
Concluyo señalando que, para la acertada educación de los hijos, un elemento fundamental es predicar con el propio ejemplo. Por eso dice el dicho que “el ejemplo, arrastra”. Los padres deben de ir por delante en vivir esas virtudes y valores, luchando en forma deportiva y alegre. Si los hijos se percatan de las pequeñas y grandes luchas de sus papás por mejorar como personas, de forma inmediata, deducirán que sus padres son congruentes entre lo que enseñan y viven en la realidad cotidiana. Ésa es la mejor e inolvidable enseñanza que los padres pueden legar a sus hijos.
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